Si tenemos en cuenta la definición de salud propuesta por la OMS (Organización Mundial de la Salud) y consideramos esta como un estado de bienestar biológico, psicológico y social, podemos considerar que la pandemia del coronavirus ha afectado a la salud “de lleno”.
A nivel biológico, las cifras de infectados y fallecidos hablan por sí solas. En el aspecto social, el fuerte impacto en la economía ha generado un aumento en el desempleo sin precedentes, ha hecho que servicios como los comedores sociales, hospitales, y otros servicios básicos se vean desbordados. Y en el aspecto psicológico ha ocasionado un impacto en la población muy significativo a nivel emocional, siendo este impacto aún más pronunciado en las personas vulnerables.
En el pasado mes de febrero de 2020, la Sociedad China de Psicología, realizó un estudio con 18.000 participantes, en el que encontraron que un 42.6% de estos mostraban síntomas de ansiedad relacionados con la enfermedad COVID19. También encontraron que, en una muestra de 14.000 personas, el 16.6% presentaban indicadores de depresión en distintos niveles.
Como es fácil imaginar, estas cifras son considerablemente más altas de lo que suele ser habitual, lo que es esperable dadas las circunstancia. No obstante, en estos momentos nos enfrentamos a un nuevo reto: hacer que estas reacciones no aumenten de forma desmesurada y no se mantengan en el tiempo.
La forma en la que afrontemos la desescalada, va a determinar de forma importante cómo será nuestra adaptación psicológica a lo que se ha dado en llamar “nueva normalidad”.
Volvemos a salir a la calle, miramos con recelo las barandillas, los pomos… regresamos a casa y realizamos los rituales de desinfección correspondientes. Sentimos miedo. Hasta aquí el miedo ha cumplido su función adaptativa. Si queremos ir más allá y controlar más ese miedo, podemos caer en realizar desinfecciones en objetos o partes del cuerpo ya desinfectados (lavado de manos repetitivo, por ejemplo), repasar mentalmente si nos llevamos las manos a la cara cuando estábamos en la calle, etc. Este intento de control extra, esta sobre-protección, producirá paradójicamente un aumento del sentimiento de vulnerabilidad, y con ello un aumento del miedo en sí mismo, lo que puede llevarnos a incrementar los intentos de control de este, creando así un círculo vicioso que puede generar un enorme sufrimiento.
Hemos estado muchos días en casa, sin poder continuar con las cosas que nos aportaban distracción, felicidad, desafíos… y paralelamente hemos recibido un aluvión de malas noticias relacionadas con el avance de la pandemia. Esta es la mezcla perfecta para que descienda nuestro estado de ánimo, llegando a producirse incluso verdaderos episodios depresivos en personas vulnerables. Para que este descenso en el ánimo no trascienda en el tiempo, debemos retomar en la medida de lo posible esas cosas que nos hacían sentirnos bien o, en su defecto, otras análoga y en definitiva, dedicarnos tiempo a nosotros mismos.
La frustración también es una emoción con gran protagonismo estos días. El período de confinamiento ha resultado ir mucho más allá de aquellos 15 días que en principio nos parecieron una eternidad. La lucha contra la pandemia va pesando y, aunque estemos “desescalando” la montaña, la subida ha sido dura y ya estamos cansados deseando “volver a casa”. Es importante que tomemos conciencia de lo que hemos logrado juntos, y no centremos la atención únicamente en cosas que aumenten la frustración, como algunas conductas poco recomendables que podemos ver en otras personas, etc. Ya que eso, solo aumentará la frustración y con ella el malestar personal que sufrimos.
Cuando ciertas emociones se instalan en nuestro día a día, pueden terminar funcionando como un filtro por el que tamizamos la realidad, de modo que, si no le prestamos atención a nuestras interpretaciones, si no las cuestionamos y no barajamos otras alternativas, podemos correr el riesgo de continuar alimentando estas emociones negativas y convertirlas en nuestro modo de ver el mundo, y no queremos eso, ¿verdad?